¿Qué es lo que no se ha dicho
todavía de Tarkus, piedra angular del
rock progresivo de todos los tiempos? Tal vez que no es un álbum, sino una cosmogonía.
No es un conjunto de canciones, sino una visión apocalíptica que emerge en
forma de armadillo mecanizado, mitad tanque, mitad oráculo. A estas alturas
todos han hablado del virtuosismo, de los compases imposibles, de los
sintetizadores al borde de la locura, pero nadie parece haber señalado lo más
obvio: Tarkus no quiere gustarte.
Quiere derrotarte. Quiere sentarte frente a sus siete movimientos y obligarte a
enfrentarte a tu propia irrelevancia musical. Emerson no interpreta, exorciza.
Lake no canta, seduce. Y Palmer, bueno, Palmer convierte su batería en un
campo de batalla, donde cada golpe es un proyectil lanzado desde su arsenal percusivo.
Cara A: una suite de más de 20
minutos que desafía no solo la lógica narrativa, sino también nuestras propias
expectativas emocionales. “Eruption” irrumpe con una intensidad telúrica, una
avalancha de teclas que no pide permiso. “Stones of years” nos ofrece un
remanso melancólico, una balada sumergida en un magma progresivo que arde con
dulzura contenida. A medida que avanzamos hacia “Manticore”, el paisaje se ha
vuelto onírico, como si estuviéramos recorriendo un relato de ciencia ficción
contado por un trovador del siglo XX. La música aquí no pelea, transforma. En
“Battlefield”, Greg Lake desliza una guitarra herida, con un timbre que roza lo
confesional, como si intentara reconstruir algo sagrado entre los restos
emocionales de lo que hemos vivido. Y cuando llega “Aquatarkus”, el cierre no
resuelve, sino que transfigura: el mítico armadillo ya no es una bestia
mecánica, sino una criatura fluida, cósmica, que ha aprendido a flotar. Tú
también, inevitablemente, has cambiado.
Cara B: el despertar del viaje
cósmico. “Jeremy Bender” aparece como un guiño inesperado, una travesura
musical que disipa la solemnidad anterior con una sonrisa casi teatral. Tras
esto, “Bitches crystal” y “The only way (Hymn)” se encargan de recordarte que
lo sagrado y lo salvaje pueden coexistir, que hay algo profundamente humano en
la mezcla de un órgano eclesiástico con la energía cruda del virtuosismo
eléctrico. Escuchar “Infinite Space” y “A Time And A Place” es como presenciar
una revelación sonora: las melodías no parecen compuestas, sino descubiertas,
como si siempre hubieran estado ahí, esperando ser escuchadas entre los pulsos
del Universo. Y al final, “Are you ready, Eddy?” llega como una carcajada
cómplice, una ráfaga resplandeciente que te devuelve a la realidad con ritmo
contagioso y el afecto de quien sabe que acaba de compartir contigo algo
irrepetible. Todo lo anterior no fue un sueño, pero tampoco algo completamente
de este mundo.
Tarkus no es un álbum para escuchar: es un álbum para sobrevivir. Es la banda sonora de una cruenta batalla entre la tradición y la tecnología, entre el exceso barroco y el minimalismo brutal. Una arcana criatura nacida del cruce entre Bach, Moog y Lord Dunsany, con William Neal pintando la portada como si supiera que nadie jamás captaría todo el mensaje. Lo hermoso, y también lo terrible, de Tarkus es que no tiene final: es un espejo progresivo que se adapta a quien lo escucha. Algunos ven un monstruo técnico. Otros, una obra maestra. Yo veo un disco que se ríe de nosotros mientras intentamos definirlo. Y esa, amigos, es exactamente la razón por la que lo seguiré escuchando, eón tras eón.
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