domingo, abril 13, 2025

EMERSON, LAKE & PALMER: TARKUS (1971)

¿Qué es lo que no se ha dicho todavía de Tarkus, piedra angular del rock progresivo de todos los tiempos? Tal vez que no es un álbum, sino una cosmogonía. No es un conjunto de canciones, sino una visión apocalíptica que emerge en forma de armadillo mecanizado, mitad tanque, mitad oráculo. A estas alturas todos han hablado del virtuosismo, de los compases imposibles, de los sintetizadores al borde de la locura, pero nadie parece haber señalado lo más obvio: Tarkus no quiere gustarte. Quiere derrotarte. Quiere sentarte frente a sus siete movimientos y obligarte a enfrentarte a tu propia irrelevancia musical. Emerson no interpreta, exorciza. Lake no canta, seduce. Y Palmer, bueno, Palmer convierte su batería en un campo de batalla, donde cada golpe es un proyectil lanzado desde su arsenal percusivo.

Cara A: una suite de más de 20 minutos que desafía no solo la lógica narrativa, sino también nuestras propias expectativas emocionales. “Eruption” irrumpe con una intensidad telúrica, una avalancha de teclas que no pide permiso. “Stones of years” nos ofrece un remanso melancólico, una balada sumergida en un magma progresivo que arde con dulzura contenida. A medida que avanzamos hacia “Manticore”, el paisaje se ha vuelto onírico, como si estuviéramos recorriendo un relato de ciencia ficción contado por un trovador del siglo XX. La música aquí no pelea, transforma. En “Battlefield”, Greg Lake desliza una guitarra herida, con un timbre que roza lo confesional, como si intentara reconstruir algo sagrado entre los restos emocionales de lo que hemos vivido. Y cuando llega “Aquatarkus”, el cierre no resuelve, sino que transfigura: el mítico armadillo ya no es una bestia mecánica, sino una criatura fluida, cósmica, que ha aprendido a flotar. Tú también, inevitablemente, has cambiado.

Cara B: el despertar del viaje cósmico. “Jeremy Bender” aparece como un guiño inesperado, una travesura musical que disipa la solemnidad anterior con una sonrisa casi teatral. Tras esto, “Bitches crystal” y “The only way (Hymn)” se encargan de recordarte que lo sagrado y lo salvaje pueden coexistir, que hay algo profundamente humano en la mezcla de un órgano eclesiástico con la energía cruda del virtuosismo eléctrico. Escuchar “Infinite Space” y “A Time And A Place” es como presenciar una revelación sonora: las melodías no parecen compuestas, sino descubiertas, como si siempre hubieran estado ahí, esperando ser escuchadas entre los pulsos del Universo. Y al final, “Are you ready, Eddy?” llega como una carcajada cómplice, una ráfaga resplandeciente que te devuelve a la realidad con ritmo contagioso y el afecto de quien sabe que acaba de compartir contigo algo irrepetible. Todo lo anterior no fue un sueño, pero tampoco algo completamente de este mundo.

Tarkus no es un álbum para escuchar: es un álbum para sobrevivir. Es la banda sonora de una cruenta batalla entre la tradición y la tecnología, entre el exceso barroco y el minimalismo brutal. Una arcana criatura nacida del cruce entre Bach, Moog y Lord Dunsany, con William Neal pintando la portada como si supiera que nadie jamás captaría todo el mensaje. Lo hermoso, y también lo terrible, de Tarkus es que no tiene final: es un espejo progresivo que se adapta a quien lo escucha. Algunos ven un monstruo técnico. Otros, una obra maestra. Yo veo un disco que se ríe de nosotros mientras intentamos definirlo. Y esa, amigos, es exactamente la razón por la que lo seguiré escuchando, eón tras eón.

No hay comentarios :