Si Affinity fuera una película, sería una de esas obras maestras olvidadas, una cinta de celuloide perdida en un archivo polvoriento, esperando a que alguien la descubriera. Este álbum no sólo es un testimonio del jazz-rock progresivo de su tiempo, sino la banda sonora de un futuro alternativo, un mundo que pudo haber sido y nunca fue. Cada nota, cada giro melódico, suena como un mensaje dejado en una botella por músicos que parecían adelantados a su propia disolución, como si supieran que su historia quedaría suspendida en el tiempo, inconclusa.
El Hammond de Lynton Naiff no es solo un instrumento, es una máquina del tiempo que nos transporta a un universo paralelo donde el rock y el jazz conviven sin fronteras. La voz de Linda Hoyle no canta, premoniza. En “Night flight”, su interpretación parece advertirnos de algo que nunca entenderemos del todo. La música de Affinity no busca la perfección, sino la inmortalidad, y lo hace con una mezcla de virtuosismo técnico y vulnerabilidad emocional que pocas bandas han logrado amalgamar en un solo álbum.
El mayor misterio de Affinity no es su música, sino su silencio posterior. ¿Qué hubiera pasado si hubieran seguido? ¿Habrían sido recordados junto a Julie Driscoll, Brian Auger & The Trinity, Colosseum, Soft Machine o Caravan? O quizás su grandeza reside precisamente en haber dejado una única declaración, en haber sido una estrella fugaz en vez de un sol permanente. Hay discos que son puertas abiertas y otros que son finales abruptos; este es ambos a la vez.
Escuchar Affinity es como recibir una carta de alguien que desapareció sin dejar rastro. Un testamento de lo que pudo haber sido, de un sonido que tenía más preguntas que respuestas. Y sin embargo, al terminar la última nota, la sensación no es de pérdida, sino de gratitud: porque hubo un instante en el que existieron, y en ese instante, lo dijeron todo.
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